EL CACHORRO
Estallaba la tarde en un arco iris de colores
que fue desvaneciéndose lentamente en un fuego ocre, azul y grana, mientras las
sombras de la noche iban reptando sigilosamente
por los rincones.
Ana cerró las puertas y ventanas mientras
saboreaba el placer de estar sola al fin de tanto ajetreo diario.
Sin embargo, algo en lo más recóndito de su
desgastada memoria, la perturbaba. Estaba inquieta, como un pájaro que mueve su
cabecita de izquierda a derecha, buscando el peligro que acecha y en esa
milésima de segundo de espanto antes de echarse a volar. Su mente divagó por un
instante, pero luego volvió a la realidad.
El otoño había dado paso a los primeros fríos
del invierno, despidiéndose con esas espléndidas tardes de oro y grana.
Hoy, sus nietos se habían ido temprano
después de hacer sus deberes y acosarlas con pedidos y preguntas. Estaba tan
cansada que no sumaba dos más dos. Ya no hacía planes, solo se dejaba estar en
ese relajado instante del dolce far niente. Pero no quería olvidar nada.
Busco sus pantuflas y su libro y se acomodó
en la cama. Sabía que claudicar no era su estilo. Solo tomar un recreo. Amaba
sus libros, sus plantas y su tejido de anciana laboriosa. Ahora, a solas con
uno de sus amores, se dispuso a navegar en barquitos de papel impreso.
Hacía tiempo que vivía sola, pero la familia
la hostigaba con miles de pedidos, trabajos, encargos, que ella gustosa
aceptaba. Ese día era su día, su noche de viernes, solo para ella. Luego,
sábado y a relajarse. Sin embargo… ¿que había dejado atrás? Algo… allí…
En realidad Ana no vivía completamente sola,
sino en compañía de su fiel perra, Leda. Le había puesto ese nombre en memoria
de una perra que salvó su vida cuando Ana tenía seis meses de edad.
Mientras leía, envuelta en la tibieza de las
frazadas, una telaraña de languidez reptó por sus adoloridas coyunturas. Solo necesitaba dormir una
noche, una
noche
sin sentirse agobiada por las presiones de su entorno familiar. Una noche sola
y a sus anchas. Pero… ¿Qué era ese cosquilleo en su cerebro? Desechó la
inquietud y se ensimismó en sus recuerdos.
Los padres de Ana vinieron de Europa, “oiropa”,
como ellos pronunciaban la palabra, aún después de muchos años. Se conocieron aquí,
y después de muchas penurias, rebeldes y con ansias de libertad, decidieron
perderse en los montes de Santiago del Estero.
Allí, Cyrill, su padre, limpió el campo, construyó
un rancho de adobe y sembró algodón.
Allí, también, nacieron sus tres primeros
hijos, que fueron muriendo uno a uno, cuando tenían alrededor de dos años. Esto
desembocó para su madre en una depresión, que luego se tornó en esquizofrenia,
la cual la derrumbó y la hundió para siempre en el pasado. Su alma, su vida, Su
pensamiento, quedaron atrapados allí, en las tumbas de sus hijos, en ese
recóndito lugar del mundo. Allí nació, por fin, Zdenka, una vikinga bella y
luminosa, y, después de tres años, Ana, nuestra Ana, rebelde y huraña, muy
opuesta a su hermosa hermana. Su padre le construyó una cuna hamaca de un
tronco, y allí quedaba ella, con su hermana y su perra Leda, a su cuidado,
cuando sus padres trabajaban en el algodonal. Y fue allí, donde los cerdos
salvajes invadieron el patio, tumbando
la hamaca, donde Leda los enfrentó ferozmente, dando tiempo a Cyrill a disparar
su revólver.
Una inquietud la hizo sobresaltarse, tenía
que controlar la puerta de la calle. Se levantó y, pesadamente, logró llegar.
Estaba cerrada, pero había olvidado poner la alarma. Corregido el error, volvió
a la cama y se arrebujó entre las frazadas. Comenzaba a hacer frío, sí, mucho
frio, pensó. Pero eso no era lo que escarbaba en su recuerdo.
El libro se había deslizado de sus manos,
cuando el primer relámpago, seguido de un feroz rayo, dejo caer su furia sobre
un árbol, desgastando sus ramas, que, pesadamente, irrumpieron a través de la
ventana con un concierto de maderas y cristales rotos.
Ráfagas de viento galopando desbocadas,
enardecidas, arrastraban las hojas, dibujando remolinos en el aire, llenando de
rumores los oscuros rincones.
Ana
se acurrucó en la cama, contendiendo el aliento, sin comprender por qué se
sentía como suspendida en el espacio, sin apoyo, entumecida de frío.
El segundo rayo la sacudió de pies a cabeza
y destrozó la instalación eléctrica, que lanzó centellas, dibujando su magia
sin control por el aire. Sintió como se mecía como en su cuna de niña y algo la
llamaba desde la insondable neblina
del amanecer, algo perturbador, siniestro, algo perdido en el más remoto lugar,
inalcanzable… todo quedó, de pronto, a oscuras y en silencio. Un silencio
pesado, sin aire.
Su mente se hundió en la maraña de su
memoria, tratando de repasar las cosas que había hecho y las cosas por hacer.
Rememoró como, esa mañana, bien de madrugada habían nacido tres cachorros de su
perra Leda. Eran como pompones de lana color canela con un listón negro en la
cerviz. Dos de ellos se prendieron prestamente de los pezones. El tercero
estaba laso, inerte, pero aun respiraba. Ana, con sus ochenta años pesándole
sobre su espalda, se agachó con esfuerzo para alcanzarlos y darle calor entre
sus temblorosas manos, pero trastabilló y sus torpes manos…
Cuando el tercer rayo cayó exactamente
bailando como equilibrista por el cable de la lámpara del techo, desparramando
iridiscencias por la habitación, que oyó a los perros rabiosos gruñir y arañar
la puerta de la casa intentando entrar.
Oyó el crujir de la madera astillándose y la
ráfaga de aire frío serpenteando feroz, ganando terreno, y rugiendo extraños
idiomas que la aturdían, y no la dejaban pensar, retener, alcanzar algo perdido
en el fondo de su mente…
Y fue en ese exacto instante fugaz, de
alarma desconcierto y pánico, como un pájaro antes de echarse a volar, cuando sintió los primeros colmillos
clavársele en su garganta, desgarrándola, que un recuerdo estalló en su cerebro
como una bengala, venían por ella, porque había trastabillado esa madrugada, y
sus torpes manos habían dejado caer el cachorro, que se partió la cabeza en el
helado concreto.
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