El viaje final
Ana despertó temprano y salió al patio a ver
a su jardín, el sol apenas asomaba y el aire gélido le azotó la cara con sus
navajas. Volvió a entrar para buscar un abrigo, y el salir vio a su perra
escarbando entre las plantas. Una mañana más, como todas, pero helada esta vez y oscureciéndose, como
se iba oscureciendo su alma. Sus huesos odiaban el invierno.
Después del desayuno, salió a caminar con su
perra por la orilla del rio. Era su lugar predilecto. Con esfuerzo, ambas
caminaron cuesta arriba. Los años pesaban como mochilas llenas de piedras para
ambas.
El día anterior había llovido mucho, el río
estaba crecido y sus aguas se desparramaban cuesta abajo con remolinos de
chocolate.
Ana recordó a su madre, con quien siempre
había transitado por ese mismo sendero oyendo las anécdotas que su mente
desvariaba y que tanto le dolían.
La había perdido joven y seguía teniendo una
rara conexión con ella, y la extrañaba tanto, ahora, que ya había superado su
edad de vida.
Se ensimismó tanto en sus pensamientos que
no se percató de los oscuros nubarrones que se apretaban y giraban, hasta que
un negro tirabuzón la levantó del suelo y la arrojó a las turbias aguas.
Y fue allí, en ese infinitivamente minúsculo
segundo de estupor antes de hundirse en la masa helada y oscura que la arrastró
para siempre, que Ana sintió la mano de su madre en la suya, acompañándola en
su viaje.
I sonrió.
I sonrió.
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